‘Las amargas lágrimas de Petra von Kant‘ se despliega en Nave 10 de Matadero con precisión glacial y potencia visual. Todo aquí parece controlado al milímetro. Desde la luz que acaricia el terciopelo hasta el encuadre escénico que recuerda al celuloide de Fassbinder o el vestuario que es toda una declaración de intenciones en sí. Pero más allá del artificio hay una mujer –Petra– que se derrumba sin red, víctima de sus pasiones y verdugo de quienes la rodean. El amor, aquí, no es redención: es trampa.
La adaptación dirigida por Rakel Camacho apuesta por una fidelidad estética al universo Fassbinder casi reverencial. El montaje, que convierte el escenario en una suerte de plató de rodaje o dormitorio de diva del cine europeo de los setenta, sumerge al espectador en un espacio cerrado, tan elegante como opresivo. Como un joyero de emociones rotas, todo reluce tanto que llega a doler.
Como toda obra de Fassbinder, en esta obra el amor nunca es puro
En este ecosistema de terciopelo, lujo, joyas y frialdad emocional, Petra –interpretada con crudeza, contención y entrega por Ana Torrent– expone sus heridas, su narcisismo, su necesidad patológica de ser amada. Su relación con Karin, una joven modelo que encarna la belleza y la indolencia, se convierte en una danza de sumisión y poder, donde el deseo es campo de batalla. Como toda obra de Fassbinder, el amor nunca es puro. Siempre hay una factura emocional.
Aunque el texto conserva toda la mordacidad del original alemán, hay momentos en los que el dispositivo escénico –lumínico, coreográfico y estético– se impone al drama. Las composiciones de cuerpos, la estilización de los gestos y la omnipresencia de los códigos visuales pueden llegar a eclipsar la dimensión más trágica del texto. No se pierde la tensión, pero sí cierta visceralidad. Hay algo de museo y menos de carne. A ratos, cuesta mantener el interés y el aliento en este drama que pierde fuelle en algunos momentos.
Amor y soledad en clave Fassbinder
‘Las amargas lágrimas de Petra von Kant’ es, ante todo, un tratado sobre el narcisismo, el amor no correspondido y la fragilidad del ego femenino en un mundo que exige éxito y control. Pero también un retrato sin piedad sobre la soledad y el miedo al abandono que llega a un control enfermizo del amor. Como ya planteaba Fassbinder en el cine, y como Lucrecia Martel o Almodóvar han explorado desde otras ópticas, el cuerpo y la intimidad femenina pueden ser jaulas despiadadas para las propias mujeres.
Muchos sentirán que falta más implicación emocional
La obra también ofrece una reflexión amarga sobre el poder: quién lo tiene, cómo se ejerce, cómo se pierde. El amor no libera a Petra, sino que la ata. Y ese juego emocional está dramatizado con una potencia estética que en ocasiones recuerda a ‘Teorema’ de Pasolini o a las mujeres rotas de ‘La voz humana’ de Cocteau. En definitiva, aquí lo bello solo adorna y acentúa el desastre. Pero es cierto que en su afán por emular la iconografía fassbinderiana, esta Petra pierde algo del vértigo psicológico y claustrofóbico que tan bien funcionaba en la película.
Esta obra es un espectáculo para los sentidos, una experiencia visual y sensorial que no deja indiferente. Pero es cierto que pese a que la propuesta visual deslumbra, en ciertas partes, fagocita al conflicto y agota. Eso sí, aunque muchos sentirán que falta más implicación emocional y una conexión mayor con el texto, es imposible negar su magnetismo. Y que las lágrimas más amargas, como las más sinceras, no siempre se ven.