Hay algo profundamente raro en Santiago de Compostela. No es solo el incienso que flota perpetuamente en el aire ni las piedras pulidas por millones de pies. Es esa sensación de que aquí todo el mundo está terminando o empezando algo importante, aunque solo hayan venido por el pulpo.
En septiembre, cuando el calor del verano cede y la lluvia gallega todavía no ha decidido instalarse definitivamente, la ciudad vive su mejor momento. Los 30.000 peregrinos mensuales se mezclan con universitarios recién llegados, turistas despistados y compostelanos que han aprendido a navegar entre mochilas y esterillas como si fueran parte del mobiliario urbano.

La catedral: espectáculo espiritual con horario fijo
Seamos honestos: vas a ir a la catedral. Es inevitable. Es como ir a París y no ver la Torre Eiffel. A las 12:00 horas, la Misa del Peregrino se convierte en el show más concurrido de Galicia. El Botafumeiro, 80 kilos de plata que se balancea como un péndulo gigante, es hipnótico de una forma que ningún vídeo de YouTube puede capturar. Verlo en vivo es entender por qué la gente camina 800 kilómetros para estar aquí.
Pero el verdadero momento mágico ocurre después, cuando la multitud se dispersa y puedes acercarte al Pórtico de la Gloria. 200 figuras talladas por el Maestro Mateo en el siglo XII que nada tienen que envidiar a la mejor escultura de cera del Madame Tussauds. La tradición dice que tocar la columna central te da sabiduría.

La Misa del Peregrino es el acontecimiento más concurrido de Galicia
Otro sitio que no te puedes perder es el Casco Vello. Sus 120 hectáreas de calles empedradas funcionan como un laberinto diseñado para hacerte llegar tarde a todos lados y no importarte.
La Rúa do Franco es la arteria principal del tapeo, pero las mejores sorpresas están en las callejuelas sin nombre donde los hórreos (graneros gallegos elevados) han sido reconvertidos en bares que parecen sacados de un cuento de Cunqueiro. Sitios donde el WiFi es malo pero las conversaciones son mejores.
Gastronomía contundente
Santiago no hace cocina molecular ni deconstrucciones pretenciosas. Santiago te da de comer como si fueras su nieto favorito que viene de visita: generoso, sin preguntar si tienes hambre, asumiendo que sí.
Los «de viños» ,la versión gallega del tapeo, son una institución. Empiezas con un albariño en Casa Marcelo, sigues con otro en A Taberna do Adro y terminas jurando amor eterno a los grelos sin saber exactamente qué son.

El lacón con grelos es un abrazo en forma de plato
El lacón con grelos es un abrazo en forma de plato. El arroz meloso de marisco es otra prueba de que el arroz no solo se domina en Valencia. Y la queimada, un ritual pagano donde prenden fuego al orujo mientras recitan conjuros, es terapia de grupo disfrazada de momento de sobremesa.
Si Santiago es el final oficial del Camino, Finisterre son la escena post-créditos. A 90 kilómetros, este «fin del mundo» celta es donde los peregrinos van a quemar sus botas (literalmente) y ver atardeceres que justifican todo el dolor de pies. No es obligatorio, pero es necesario. Es donde entiendes que el Camino no termina en Santiago; Santiago es solo donde te das cuenta de que el Camino nunca termina realmente.

El cabo Finisterre deja a todos sin palabras
Santiago de Compostela no te va a cambiar la vida. Ninguna ciudad puede hacer eso. Pero tiene esta extraña habilidad de crear las condiciones para que tú la cambies. Tal vez sea el cansancio físico que baja las defensas emocionales. Tal vez sea estar rodeado de gente que también está buscando algo. Tal vez sea simplemente que aquí es socialmente aceptable llorar en público (todos asumen que acabas de terminar el
Camino).
Lo que sí es seguro es que Santiago no es un destino. Es un estado mental al que llegas caminando o volando, sobrio o con tres albariños encima, creyente o escéptico. Y del que sales, invariablemente, un poco distinto a como entraste.
Aunque solo hayas venido por el pulpo.