En una época donde los restaurantes parecen competir por quién tiene la historia más épica en Instagram, El Cochifrito Plaza tiene la elegancia de dejar que hablen los hechos. Todo comenzó con Julián, un ganadero que después de 35 años criando cerdos en la dehesa decidió que era hora de traducir su amor por la tierra en algo más tangible que las facturas del veterinario. En noviembre de 2018 abrió El Cochifrito, un pequeño bar a los pies del Acueducto que tenía la modesta pretensión de servir cocina casera. Nada más. Nada menos.
El boca-boca fue tan fulminante que ni siquiera una pandemia mundial pudo frenar el momentum. El 27 de julio de 2020, en pleno apocalipsis gastronómico, la familia tuvo la audacia de mudarse a la Plaza Mayor y rebautizar el proyecto como El Cochifrito Plaza.
Segovia vive en un romance eterno con el cochinillo asado, El Cochifrito Plaza lo honra con la devoción que merece —piel crujiente, carne láctea, ceremonia— pero su verdadera genialidad reside en el cochifrito: trozos de cochinillo fritos hasta alcanzar ese punto dorado que tanto nos gusta, pensados para compartir y comer con las manos. «Es nuestra forma de rendir homenaje a la tierra y, a la vez, proponer algo dinámico, creíble, memorable», explica Vanesa, la responsable de comunicación, con esa convicción que solo tienen quienes han encontrado la fórmula ideal.
Toda la carta es un ejercicio de innovador culinaria y producto de proximidad
El cochifrito no es solo una reinterpretación de un plato típico. Es una forma de decir que la tradición no tiene por qué estar congelada en el pasado, sino que puede evolucionar sin perder el alma. Y funciona: gente de toda España y visitantes internacionales peregrinan hasta aquí en busca de una experiencia que solo ellos saben ofrecer.
Pero la magia no termina en el cochifrito. La carta es un ejercicio de innovación culinaria: brioche de anchoa que abraza el Cantábrico en un bocado salino, foie micuit casero, guarniciones y salsas nacidas en cocina sin atajos ni precocinados. «Seleccionamos con esmero cada ingrediente y elaboramos cada plato con una dedicación que honra tanto la tradición como la creatividad culinaria», dice Vanesa, y uno puede casi escuchar el orgullo en cada palabra. «Nuestros sabores no solo alimentan: cuentan una historia. Cuentan nuestra historia», matiza.
Cocina viva y de proximidad
El equipo tiene esa curiosidad intelectual que separa a los buenos de los extraordinarios. Participan en concursos provinciales y nacionales, visitan ferias gourmet, adoptan micro-mejoras constantes sin traicionar la esencia. Es I+D en clave mesón: una cocina que dialoga con el presente —texturas precisas, emplatados contemporáneos, producto de proximidad— pero nunca ajena al sabor recio que uno espera en la meseta.
La hospitalidad de El Cochifrito hace que te sientas bienvenido sin artificios
El espacio funciona como un teatro de cuatro actos. «Disponemos de distintos espacios, cada uno con personalidad propia, para adaptarse a los deseos de nuestros comensales», resume Vanesa, pero la verdad es que cada zona comparte el mismo hilo conductor: esa hospitalidad honesta que hace que te sientas bienvenido sin artificios. «Para nosotros, cada cliente es único, y su visita es un privilegio», añade.
La familia sabe que el verdadero reto no es llegar, sino mantenerse relevante. Siguen formándose, probando técnicas, afinando cocciones. Su próximo paso —sueltan entre líneas con esa modestia que caracteriza a los verdaderos innovadores— pasa por integrar aún más el concepto kilómetro cero y ampliar la carta de postres de autor.
En un mercado saturado de mesones que compiten por el mismo pedazo de nostalgia castellana, El Cochifrito Plaza destaca por razones que van más allá del marketing: producto intachable con trazabilidad desde la dehesa, servicio con alma que recomienda sin imposturas, versatilidad espacial que permite desde el tapeo exprés hasta el banquete íntimo y esa relectura inteligente de la tradición que convierte el cochifrito en puente entre ayer y hoy.