¿Es el amor una experiencia genuina o una reacción química inducida? Esta es la provocadora pregunta que plantea ‘El efecto’, la obra de Lucy Prebble que se presenta en los Teatros del Canal. Con una dirección precisa de Juan Carlos Fisher y un elenco destacado, la obra nos sumerge en un experimento clínico donde las emociones se ponen a prueba. ¿Te animas a probar el efecto?
Lucy Prebble, reconocida por su trabajo en la serie ‘Succession’, nos ofrece en ‘El efecto’ una narrativa que fusiona ciencia y emociones. La obra, inspirada en ensayos clínicos reales realizados en Reino Unido en 2006, nos presenta a Connie y Tristán, dos voluntarios que participan en un estudio farmacológico y comienzan a desarrollar sentimientos el uno por el otro. ¿Es su conexión auténtica o simplemente un efecto secundario del medicamento? Esta interrogante central nos lleva a reflexionar sobre la naturaleza de nuestras emociones y la influencia de la química cerebral en ellas.
La obra se mueve en la frontera entre la neurociencia y la metafísica
El cuarteto actoral de ‘El Efecto’ sostiene con solidez el andamiaje emocional y filosófico de la obra, desplegando un juego de tensiones entre cuerpo, palabra y pensamiento. Alicia Borrachero construye una doctora Lorna tan contenida como desgarrada, atrapada entre la ética médica y el abismo personal. Su interpretación escapa del cliché del profesional frío, ya que en ella habita una mujer profundamente afectada por los mismos dilemas que estudia.
Elena Rivera e Itzan Escamilla, como Connie y Tristán, encarnan con convicción la fisicidad de una atracción que se debate entre el impulso genuino y el condicionamiento farmacológico. En ellos, el amor no es una declaración, sino una pregunta encarnada, un vaivén entre el deseo y la sospecha. Fran Perea, por su parte, ofrece un doctor Toby que no se limita a ser el portavoz de la ciencia, sino que expone también las grietas del discurso racional. Su personaje representa esa fe contemporánea en la neurología como nuevo oráculo y nos lleva a cuestionarnos los límites de la ciencia.
¿Nos pueden programar para sentir?
El texto propone un debate de fondo que toca uno de los nudos filosóficos más inquietantes de nuestra era: ¿somos libres al amar, o estamos condicionados por nuestra biología? La obra se mueve en la frontera entre la neurociencia y la metafísica, y cuestiona —sin dogmas ni dramatismos— si el libre albedrío emocional es una ilusión sostenida por descargas de dopamina y serotonina.
Todo el rato planea la amenaza de una felicidad farmacológicamente inducida
Como en ‘Un mundo feliz’ de Aldous Huxley, aquí también planea la amenaza de una felicidad farmacológicamente inducida. La diferencia es que Prebble no construye una distopía, sino un presente reconocible, donde el antidepresivo ha sustituido al psicoanálisis y el estado de ánimo es un parámetro que se ajusta con receta médica. El amor, entonces, ¿es una verdad del alma o una consecuencia neuroquímica?
La figura de la doctora Lorna —magníficamente encarnada por Borrachero— recuerda por momentos a los dilemas morales que enfrentan los personajes de obras como ‘Wit’ de Margaret Edson o incluso ‘La Gaviota’ de Chéjov, donde la ciencia, la enfermedad y el amor comparten escenario como fuerzas en pugna.
La obra de Prebble, entre el bisturí de la ciencia y la ternura del romance humano, nos invita a mirar dentro con honestidad incómoda. Y quizás ahí, en esa incertidumbre, resida lo más auténtico que tenemos. Esa conciencia de que no todo puede explicarse y que, tal vez por eso, seguimos buscando sentir.