Trasladándonos a una España donde la honra pesa más que la verdad y el qué dirán puede ser más letal que la traición en sí mismo, ‘Los cuernos de don Friolera’ irrumpe en escena como un espejo deformado que, paradójicamente, devuelve una imagen nítida de nuestras miserias colectivas. En los Teatros del Canal, la obra de Valle-Inclán mezcla títeres, máscaras, melodrama y romance de ciegos en una propuesta escénica que abraza el esperpento como quien abraza su propio reflejo más grotesco.
Trasladar a escena ‘Los cuernos de don Friolera’ supone un desafío notable, dado su origen como romance de ciegos y su esencia de esperpento. Sin embargo, la dirección de Ainhoa Amestoy ha logrado una adaptación que respeta la complejidad original, integrando elementos de teatro de títeres y técnicas guiñolescas que potencian el carácter grotesco de la narrativa. Además, la escenografía de Tomás Muñoz y el vestuario de Rosa García Andújar complementan esta visión, creando un ambiente que oscila entre lo real y lo caricaturesco.
Esta representación capta a la perfección la esencia del esperpento
El elenco brilla en sus interpretaciones, destacando Roberto Enríquez en el papel de Don Friolera y Don Estrafalario, quien transmite con maestría la obsesión y la vulnerabilidad del personaje. También, Lidia Otón, como Doña Loreta, aporta una presencia escénica que equilibra la tragedia y la sátira, logrando romper momentos de tensión con grandes dosis de humor, mientras que Nacho Fresneda encarna a Pachequín con una energía envidiable. La química entre los actores y su comprensión del texto de Valle-Inclán resultan en una representación que captura la esencia del esperpento.
Valle-Inclán y la deformación como verdad
Valle-Inclán no deformaba la realidad por capricho, sino para revelarla en su verdad más profunda. Con ‘Los cuernos de don Friolera’, el autor gallego despliega su arte esperpéntico, ese lenguaje de espejos cóncavos en el que los personajes se convierten en figuras grotescas no para burlarse de ellos, sino para mostrar, con mayor crudeza, los mecanismos sociales que los rigen. La caricatura aquí no es hipérbole sino precisión. Además, el montaje traslada las minuciosas acotaciones de Valle-Inclán al discurso de los personajes es un logro de pulso y precisión teatral. Con ello, el verbo se encarna sin traicionar la pluma.
Aquí no hay tragedia, prima lo deleznable y estrambótico
‘Los cuernos de don Friolera’ no solo se erige como una sátira demoledora contra la estructura patriarcal de la España de principios del siglo XX, sino que desnuda a una sociedad encorsetada por el miedo al ridículo y la obsesión enfermiza por la honra. En la línea de los grandes códigos trágicos de la literatura universal, Valle-Inclán toma la estructura de ‘Otelo’ de Shakespeare —el militar celoso, la esposa supuestamente infiel, el entorno que siembra la duda—, pero la somete a un tratamiento corrosivo que desactiva cualquier atisbo de nobleza: aquí no hay tragedia, prima lo deleznable y estrambótico.
En este sentido, la obra no es solo una crítica a un hombre, sino a un país: a la España que mata por no ser burlada, a la España del qué dirán, a la España que confunde el respeto con el miedo. Y por eso, más de un siglo después, la obra sigue interpelando con fuerza. Porque aunque hemos cambiado los corsés por pantallas, los mecanismos de control social siguen operando con la misma lógica del espectáculo y la humillación.