Las cenas familiares tienen algo de ritual sagrado y de campo de batalla. Entre brindis, conversaciones cruzadas y silencios incómodos, se fraguan los grandes momentos de unión, pero también las más sutiles (o estridentes) fracturas generacionales. En ‘Nunca he estado en Dublín’, la mesa se convierte en un escenario donde las expectativas chocan con la realidad, los afectos se enredan en malentendidos y las certezas se tambalean. Con Eva Hache al frente, el Teatro Pavón acoge esta comedia que, entre carcajadas y reflexiones, nos recuerda que la convivencia no siempre significa comprensión y que, a veces, la mayor distancia no es geográfica, sino emocional.
La obra tiene una capa de realismo mágico que desafía la percepción
La familia Amesti se reúne para celebrar la Nochebuena, una ocasión que promete ser especial tras tres años de ausencia de Elena, la hija menor que regresa de Londres. Sin embargo, su llegada no es solitaria; la acompaña Cindy, su novia irlandesa, cuya presencia, aunque invisible para el público, se siente en cada rincón del hogar. Esta elección dramatúrgica de Markos Goikolea, autor de la obra, añade una capa de realismo mágico que desafía la percepción del espectador y de los propios personajes.
Eva Hache encarna a Begoña, la madre de familia, con una naturalidad que oscila entre la comicidad y la vulnerabilidad. Su interpretación refleja a una mujer que, bajo la aparente normalidad, esconde inseguridades y anhelos no resueltos. Junto a ella, Carolina Rubio, en el papel de Elena, destaca por su capacidad para transmitir la lucha interna entre el deseo de aceptación y la afirmación de su propia identidad. Iñigo Aranburu e Iñigo Azpitarte completan el elenco, aportando matices que enriquecen la dinámica familiar presentada en escena y añaden ese optimismo tan necesario en todas las familias.
La obra reflexiona sobre la aceptación, la identidad y la convivencia
La dirección de Mireia Gabilondo se percibe precisa y sensible, permitiendo que el humor fluya de manera orgánica mientras se abordan temas profundos como la aceptación, la identidad y la convivencia de distintas realidades mientras que la escenografía de Fernando Bernués recrea un espacio hogareño que, lejos de ser un simple decorado, se convierte en un reflejo de las emociones y conflictos de los personajes.
¿Hasta qué punto aceptas al otro?
La obra plantea una cuestión fundamental: ¿hasta qué punto somos capaces de convivir con las vivencias e ilusiones de los demás? En una sociedad donde la diversidad de pensamientos y experiencias es cada vez más evidente, esta pregunta resuena con fuerza, invitándonos a mirar más allá de nuestras propias construcciones de la realidad.
La elección de Cindy como un personaje invisible es una de las metáforas más potentes de la función, porque, más allá de ser un simple recurso escénico, se convierte en un reflejo de las ausencias, los prejuicios y las realidades que ignoramos o no queremos ver. Su presencia fantasmal en la mesa no solo es física, sino emocional: no es solo que algunos personajes la acepten y otros no, sino que lo que ella representa –las diferencias, el cambio, la ruptura con lo establecido– provoca incomodidad, miedo y resistencia.
La obra plantea un espacio para el reconocimiento de lo ajeno
En el fondo, todos tenemos nuestros propios “Cindy” en la vida: ideas que no entendemos, personas que no terminamos de aceptar, aspectos de la realidad que nos negamos a mirar de frente. La obra nos interpela directamente: ¿Qué realidades invisibilizamos en nuestra propia mesa? ¿Qué discursos silenciamos porque nos resultan incómodos? En una época en la que la polarización ideológica y social es más evidente que nunca, donde la diversidad de pensamiento y experiencia está en constante choque, ‘Nunca he estado en Dublín’ nos invita a preguntarnos hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar que la verdad del otro es tan válida como la nuestra.
En una sociedad donde todo parece pasar por la confrontación, la obra propone, con humor y sin moralismos, un espacio para la duda, para la escucha y para el reconocimiento de lo ajeno. Y quizá esa sea la mayor enseñanza de la función: que no hace falta haber estado en Dublín para aceptar que alguien sí ha estado allí, que su experiencia es real y que, aunque no la compartamos, merece un lugar en la conversación.